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Empezó como rebelión, terminó en el infierno

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Tina Pantović no creció en la calle. No procedía de un hogar roto. No pasó hambre, no fue abandonada ni careció de nada. Creció en un pueblo pequeño y muy unido, donde todos se conocen, en un entorno patriarcal donde la reputación a menudo importa más que la verdad y el silencio más que la conversación honesta. Por fuera, su infancia parecía “bien”. En muchos aspectos, lo era. Pero también era estricta—controlada, medida, contenida. Todo era aceptable siempre que encajara en la imagen esperada. Cualquier cosa fuera de esa imagen resultaba prohibida. De niña tenía sueños. Quería ser actriz. Tocaba piano. Terminó la escuela de música. Tenía talento, ambición, un mundo interior rico. Pero esos deseos tenían poco espacio para respirar. Su vida estaba constantemente vigilada: a dónde iba, con quién estaba, a qué hora volvía. No porque causara problemas, sino por una sentencia que silenciosamente gobernaba todo: «¿Qué dirán?» Esa presión sembró la primera semilla. En su adolescencia—cuando una persona naturalmente busca espacio, identidad y libertad—Tina comenzó a sentir que estaba viviendo la vida de otra persona. Cuanto más control sentía, más fuerte crecía la rebelión dentro de ella. No fue ruidosa al principio. Fue silenciosa. Interior. Y peligrosa. A los 13 años fumó su primer cigarrillo. Luego probó marihuana. No porque entendiera lo que hacía, sino porque esos momentos le dieron algo por lo que había estado hambrienta: una sensación de libertad. No era libertad real—una ilusión de ella. Pero para una mente asfixiada, incluso una ilusión se siente como aire. Después de la secundaria, se fue a la universidad. Para ella, no era solo educación—era escape. Del hogar. De las expectativas. Del constante escrutinio de ser observada y juzgada. El nuevo entorno la recibió con los brazos abiertos: vida nocturna, alcohol, drogas—todo lo que parecía independencia. En ese momento se prometió a sí misma que nunca iría más allá de lo que ya había probado. Pero la vida rara vez respeta promesas como esa. La heroína no llegó como un shock. Llegó en silencio. Como “algo más fuerte.” Como “solo esto.” Y antes de darse cuenta, sus estudios pasaron a segundo plano. Después de un año y medio, dejó la carrera y regresó a casa. Pero el problema ya se había instalado con ella. Los siguientes 15 años se convirtieron en años de adicción severa, secreto y mentiras. En una sociedad donde ser adicto no es solo una lucha sino un estigma—algo que te marca de por vida—Tina terminó viviendo una triple vida. En casa, era la “buena hija”. En público, trabajaba como periodista de cultura y artes. En privado, dependía de la heroína. Hubo intentos de dejarlo. Programas. Instituciones. Tratamientos. Nada duró. El ciclo siguió repitiéndose. En un momento, terminó en una instalación médica militar y vivió tres horas de muerte clínica. Recuerda la sensación de cruzar hacia algo final, una puerta que se abría, un punto sin retorno. Pero ese momento no la salvó de inmediato. Durante otros dos años, continuó hundiéndose. Describe un periodo en el que ya no le importaba si vivía o moría: caminando por las calles con una aguja, sin vergüenza, sin miedo, sin un mañana en su mente. No porque quisiera dolor—porque se sentía insensible a todo. El punto de inflexión llegó en agosto de 2008. No con drama cinematográfico. Llegó con algo dolorosamente simple: su madre llegó y tocó la puerta. «Abre», dijo su madre. «Es mamá». En ese momento, Tina sintió algo que describe como una llamada que no podía ignorar. Sabía que era el fin del camino. Y abrió la puerta. Fue a rehabilitación en Novi Sad. Por primera vez, no fue juzgada. No fue mirada como una desgracia. Estaba rodeada de personas que llevaban las mismas heridas—personas que entendían la adicción desde dentro. El proceso fue largo. Duro. Lleno de resistencia. Lleno de batallas internas. Admitió que era terca—muy terca—y que su personalidad a menudo luchaba contra la ayuda que necesitaba. Pero poco a poco, algo empezó a cambiar. Por primera vez, empezó a leer la Biblia—no formalmente, no como un ritual, sino de forma personal. Y sintió como si el texto la leyera. Como si alguien hubiera escrito su vida por adelantado. Lo describe como un “regreso a casa”, no como otro escape. Después de la rehabilitación, la vida no se volvió fácil. De hecho, se volvió más exigente. Se casó poco después y quedó embarazada. Se encontró sola en una ciudad nueva, sin una red de apoyo familiar, enfrentando las presiones de la maternidad y la vida adulta. Pero esta vez, dice, no estaba sola dentro de sí misma. Hoy, más de 16 años después, Tina no cuenta su historia para predicar. No pretende que exista una fórmula simple. No promete que la recuperación sea indolora o rápida. Simplemente testifica una cosa: «es posible». No todos recorrerán el mismo camino. No todos lo entenderán a través de la misma fe. Pero cualquiera que crea que sigue en control debe entender cuán rápido puede desmoronarse esa creencia. Esto no es solo una historia sobre drogas. Es una historia de asfixia, escape y una libertad que se pagó a un precio brutal. Y es una advertencia: no toda rebelión conduce a la salvación. Algunas rebeliones conducen directamente al infierno.

Empezó como rebelión, terminó en el infierno

La entrada de la heroína: un silencio que devoró la libertad

Después de la rehabilitación, la vida no se hizo más fácil; se volvió más exigente. Se casó pronto y quedó embarazada. Se encontró sola en una ciudad nueva, sin una red de apoyo familiar, enfrentando las presiones de la maternidad y la vida adulta. Pero esta vez no estaba sola dentro de sí misma. Más de 16 años después, Tina no cuenta su historia para predicar. No promete que exista una fórmula simple. No pretende que la recuperación sea indolora o rápida. Simplemente testifica una cosa: «es posible».

La entrada de la heroína: un silencio que devoró la libertad